Ángel Felicísimo Rojas


ESCRITORES DE LOJA Y PARA LOJA

Hay, entre los escritores notables de Loja dos categorías: la de quienes honran por sus grandes merecimientos su ciudad natal y su provincia, pero sin dedicarle un homenaje al suelo del cual son oriundos; y la de quienes, además de conquistar fama y mantenerla, consagran parte de su talento y su tiempo a la exaltación de su patria chica, ya como poetas, como narradores, como historiadores, como sociólogos o como periodistas. Y que, también en el ensayo han tenido presente la patria lojana y lejana, movidos por la añoranza.

Alejandro Carrión está entre estos últimos.

No obstante su gigantesca labor como poeta, narrador, periodista y autor de calificados ensayos históricos, pudo darse lugar para sumergirse en el glorioso pasado colonial de Loja, y ofrecernos una impresionante visión de lo que aquella fuera, en esa difícil y casi desconocida etapa. La muerte no le dio tiempo para publicar dos de sus últimas aportaciones a esa historia. Quedaron inéditas, como ha quedado inédita considerable parte de su fecundísima y variada producción. A quienes conocíamos a Alejandro de cerca, no nos llamaba la atención la prodigiosa facundia. Y reconocíamos su virtud de infundir vida y vigor a todos los demás que trataba.

Afortunadamente los herederos de Alejandro han iniciado la tarea de publicar la obra que dejara inédita su ilustre padre. Y es dentro de ese plan que caben los estudios históricos dedicados al pasado colonial de Loja, que no tuvo tiempo de editar.

UNA CORDIAL PERSECUSIÓN

Según lo he contado alguna vez, mi primera aproximación al precoz escritor que fue Alejandro tuvo lugar cuando él, en sus flamantes doce años de edad, tocaba las puertas del venerable colegio nacional "Bernardo Valdivieso", en su ciudad natal. Me correspondió vigilar a quienes aspiraban a ingresar a ese plantel, en mi condición de flamante inspector. Fue mi primera sorpresa: el examen del novísimo aspirante versaba sobre historia patria, y en el plazo de una hora había escrito una composición perfecta. Se anunciaba desde entonces el futuro gran escritor. Cuando terminó su tarea en el tiempo reglamentario, recogí los exámenes y me anticipé a leer lo que había escrito con letra clara, ortografía impecable y una redacción de espontánea elegancia. Di a conocer, entusiasmado, mi impresión al grupo de profesores reunidos en un intermedio de clase. Y recuerdo vivamente la impresión, entre jocosa y seria del doctor Monfilio Zambrano acerca del futuro "recluta": "Qué gracia tiene, si el chico es un Carrión, y ha heredado la vena de sus antepasados". Talvez la frase fue más lacónica y más gráfica. Pero el sentido fue ese. Alejandro, sin duda, había nacido con el don.
Y cuando Carlos Manuel Espinosa, magnífico profesor de Literatura en ese colegio, quien no podía vivir si no estaba fundando o dirigiendo una revista literaria, publicó en 1930 la que se llamó Hontanar, que costeaba de su bolsillo, uno de los alumnos que subió al tinglado no podía sino ser Alejandro. Tenía dieciséis años, y su jaculatoria fervorosa por ese advenimiento fue una pieza de primoroso corte literario. Vuelvo a decir: había nacido con el don.

Luego vino el entonces obligado salto a la capital. Si bien estudió para Abogado, no se graduó nunca como tal. Y más bien se dedicó con fervor a la traviesa vida estudiantil, a la literatura y, como él dijo recordando tan risueña época, "contrajo" dialéctica socialista. Entró de lleno al círculo de jóvenes escritores y artistas, entre los cuales pronto se impuso por sus jugarretas de niño terrible, su envidiable buen humor y su imparable vocación de escritor. Al principio fue ambidextro: como poeta, publicó casi a renglón seguido tres cuadernos de poesía: Luz del nuevo paisaje, Poesía de la soledad y el deseo y Agonía del árbol y la sangre. Y como narrador se estrenó con un libro de cuentos: La manzana dañada, que es un libro consagrado a evocar recuerdos infantiles. Al referirme otras veces a este libro, he confesado paladinamente que no puedo leer uno de sus cuentos, "El sollozo", sin que sienta que se me hace un nudo en la garganta. Nudo que, por cierto, no es el de la corbata.

Más tarde tentó la novela, con una dolorosa creación de gran hondura psicológica, intitulada La espina, dos nuevas colecciones de cuentos, La llave perdida y Mala procesión de hormigas, y tentó con fortuna la novela corta al escribir La muerte en su isla. Y otros libros de poemas.

EL ESCRITOR AMBIDEXTRO SE HACE PERIODISTA

Por los días en que se conoció su intempestiva muerte, quienes expresaron su consternación destacaron casi exclusivamente su excelsa función de periodista. Así le conocieron los más, pues gozaba de una popularidad envidiable. Popularidad que se la conquistó en buena ley, y casi sin proponérselo: le bastó entrar como columnista en el gran diario porteño El Universo donde tenía una columna diaria que ostentaba como título "Esta vida de Quito", y la redactaba un seudónimo que se hizo famoso, "Juan sin Cielo". Largos años la mantuvo, y por cierto que derrochó en ella ingenio, mordacidad, una insobornable franqueza, un humor corrosivo y una risueña maldad, que hizo reír a todo el país. No es exagerado decir que lo primero que se leía en el periódico era su vitriólica al par que sonriente columna. Puede decirse que inauguró una especie muy sui géneris de periodismo. Acuñaba frases y sobrenombres que se convirtieron pronto en sentencias y en sustantivos y calificativos. No viene a cuento mencionar algunos, pues todavía viven gentes a las cuales les aplicó incandescente cautiverio.

CON EL DIABLO EN EL CUERPO

La lucha política, en el plan polémico, fue una de sus grandes pasiones de juventud. Su literatura no se resignaba a quedar encapsulada en la torre de marfil: bajó a la palestra. Nada de pura discusión académica o estetizante. El país tenía que soportar revulsivos candentes: había que despertarlo de su marasmo. Así fue cómo fundó, con un contemporáneo suyo de gran temple, Pedro Jorge Vera, también poeta excepciona, gran narrador y acerado periodista, una revista semanal de combate, La Calle, que tuvo larga duración, y que abrió brecha en el mundo político, social y cultural del país. Las campañas que allí se libraron eran de una mordacidad y denotaban un ímpetu explosivo casi sin precedentes. Los dos amigos se pelearon unos pocos años después, cuando surgió la campaña por la presidencia de la república. Alejandro se empeñó en prestar su apoyo a la candidatura de Galo Plaza. Vera puso casa aparte, e hizo un semanario político radicalísimo, que intituló Mañana.

El nacimiento de Juan sin Cielo como columnista de diario le permitió disponer de una tribuna de extraordinaria difusión, que le facilitó ser escuchada y temida en todas partes. Fue un gran mérito del diario en el cual escribía su artículo cotidiano, que jamás le pusieran cortapisas de ningún género. Por manera que tal seudónimo se hizo prontamente célebre. En algunos lugares del país no le conocen a Alejandro por su nombre, sino por su seudónimo. Y se explica: la oxhídrica luz propia que emanaba brilló por todos los rincones. Y Juan sin Cielo es un momento señero del periodismo nacional.
Pero este candente periodismo, que le costó también, como es de suponer grandes y dolorosas represalias, no le impidió excursionar con éxito en otros campos. Pero debo reconocer, honradamente, que ningún exorcismo ha podido expulsar del burlón espíritu de Alejandro el diablo que está aposentado en su cuerpo mortal y en su alma inmortal. Ya lo veremos más adelante.

ENSAYO E HISTORIA

Después de practicar el oficio de escribir poesía, novela, cuento y periodismo polémico, ese diablo generoso que Alejandro tenía en el cuerpo, le tentó por otro derrotero: le impulsó a escribir primero el ensayo histórico de título Los poetas quiteños de "El Ocioso en Faenza", que es ya una monografía que revelaba con cuanto recogimiento y seriedad se disponía a entrar en el templo de Clío. Primero emprendió en un alegre ensayo de ya docto aprendiz. La otra historia se llamaba su primer boceto. Ya instalado en el austero recinto, se tornará familiar su estancia en él. A este género pertenecen los dos libros inéditos que nos cuentan, con escrupulosa exactitud, la crónica colonial de Loja. Como antecedente no había sino los estudios que había dedicado al tema, si bien parcialmente, Pío Jaramillo Alvarado, el "Doctor en Ecuatorianidades" y ya contemporáneamente, el acucioso cronista Alfonso Anda Aguirre. Loja, como ocurre con las matronas virtuosas del pasado, apenas tiene historia.

Su discurso de admisión a la Real Academia Española es un ensayo que le revela en forma elocuente. Sustenta una tesis curiosa: el partiquino Clarín de La vida es sueño de Calderón de la Barca, es para Alejandro y para su hábil dialéctica, un genuino precursor del periodismo. Mejor dicho, es ya periodista. Es difícil compartir su tesis. Pero uno no puede menos que reconocer que sus argumentos son manejados con suma habilidad y brillantez.

BOMBERO A LOS CINCUENTA

El iconoclasta vitriólico de los primeros años de juventud, el revolucionario virulento, el agresivo luchador que disponía de un temible carcaj de centellas en ambas manos, fue remansándose con los años. Fue adquiriendo un continente apacible, y pasó, hasta su muerte intempestiva y repentina, como un formidable periodista de opinión. Sus últimos años escribía una columna diaria en El Comercio, de Quito, y era colaborador de planta de la revista quincenal Vistazo, de Guayaquil. Se revelaba como un periodista serio, constructivo, penetrante, orientador y diáfano como la luz del medio día. Los días encendidos e incendiarios de Juan sin Cielo, y los que caldeaban las columnas de la revista La Calle habían pasado.

Pero nada podía detener las expansiones de su genio burlón. Y para dar pábulo al anchuroso regocijo que se desbordaba por las bardas que él mismo había levantado en su redor, inauguró en la revista mensual del Diners Club una sección que tenía el título prestado de "Una cierta sonrisa".

Se trataba de una colección de ensayos alegres, que evocan momentos de su juventud principalmente. Su prodigiosa memoria le permitía acordarse con precisión de todo lo importante que había pasado en el país durante esos primeros años. Algunos nos hacen sonreír. Otros, reír, copiosamente. Le hacen venturosa compañía a esos cuentos imperecederos en el género burlón, que encontramos en sus libros La llave perdida (el cuento "Pangola", por ejemplo) y en el libro Mala procesión de hormigas (aquel estupendo cuento "La dentadura de Mister Jackson").

LOS DISCURSOS POR ENCARGO

En su última colaboración para aquella revista, aparecida en el número 118, correspondiente al mes de enero de 1992, nos habla de un aspecto no bien conocido de su actividad literaria, por lo menos para la mayoría de los lectores: su habilidad para escribir literatura por encargo: discursos, declaraciones políticas, entrevistas a terceros, folletos, estudios analíticos y libros: toda la gama de manifestaciones de la vida pública de famosos personajes de la vida nacional e internacional. Alejandro, en ese sentido era un polígrafo consumado. Sólo he tenido la oportunidad de conocer dos, aparte de él: el primero, brillantísimo. El otro, eficiente y camaleónico. Adolfo H. Simmonds fue el uno, quien le puso letra a gran cantidad de informes y declaraciones de cierta gran entidad bancaria. Y el segundo fue el también fallecido Constantino Vinueza, que debe haber escrito, en Guayaquil, por lo menos cien tesis doctorales, previas a los grados de ingeniero, abogado, pedagogo o economista. Apenas hubo profesión universitaria en la cual no hubiera aportado su contribución invisible. Fue el "ghost writer" clásico. A muchos profesionales no les conviene recordar su memoria.

Pues bien, volviendo a Alejandro: Existen libros de gran circulación internacional con un distinto nombre de autor. La letra la puso Alejandro, y el aplauso y la fama la gozaron los presuntos autores.

Esta fue una faceta, poco conocida, de la múltiple actividad intelectual de quien acometió con sorprendente dominio todos los temas que le correspondió tratar.

EVOCANDO A VOLTAIRE

Es difícil condensar en pocas líneas todo lo que pudiera decir de Alejandro. Dispongo de una copiosa cantidad de datos, de recuerdos, de ideas, de impresiones y de arraigados juicios referentes a su genial personalidad. ¿Cómo hacer para que no caigan sobre el papel atropelladamente?

Debo resumir, aún cuando sé que me queda material como para un libro. Y para llegar al fin de estas cuartillas diré que he pensado a menudo en Voltaire, cuando he recorrido mentalmente la anchurosa labor realizada por Alejandro durante su larga e infatigable vida de escritor.

Mi profesor de colegio que me enseñaba las reglas del francés, nos mencionaba en clase esta cuarteta:

Y no me han de convencer
con argumentos al aire,
que se ha de escribir Voltaire
y se ha de pronunciar Volter.

Por mi cuenta aprendí a amar al egregio escritor francés, y el recuerdo de aquella cuarteta me sirvió para salir del paso en una ocasión en que me tocó hablar en el congreso de escritores de la evolución de los géneros literarios. Cité al filósofo italiano Benetto Croce, pero no pronuncié Croche. El crítico Enrique Anderson Imbert, casi aterrado, rectificó en voz alta. Me sentí como un alumno sorprendido en falta, pero Voltaire me salvó del bochorno. Agradezco al doctor Máximo Agustín Rodríguez el haberme enseñado los burlones versos sobre el seudónimo volteriano.

Voltaire, como se quiera pronunciar, me parece un notorio precursor de Alejandro. Hay espíritus que son volterianos sin saberlo. Alejandro lo fue acaso a su pesar. En ambos, salvando por cierto las distancias; encontramos evidentes analogías: la misma clara inteligencia, el mismo fervor polémico, la misma risueña iconoclastia, la misma insobornable ironía, el mismo demoledor sarcasmo y un furioso amor por la justicia. Y es por ello que no puedo dejar de pensar simultáneamente en el uno y en el otro. Y acaso pueda anotar una virtud que talvez no tuvo Voltaire: la de la ternura. Pues Alejandro era dueño de una inmensa ternura de poeta feliz.

Se ha convertido ya en una institución. Y como tal falleció haciendo honor a su irresistible vocación de escritor: nos abandonó de un modo súbito, tan pronto como había terminado de escribir su última cuartilla para El Comercio, en el cual tuvo por años un luminoso mensaje matinal.

Guayaquil, 28 de mayo de 1992