En sus propias palabras… Vida

Entrevistas (2)

No. La soledad que es el aire, la materia, el argumento, la amarga vida de mi novela La espina, no es mi soledad. Yo no he conquistado la soledad, ni me la han dado, ni la he buscado. He buscado, sí, evadirla y creo que lo he logrado en gran medida. Pero yo quería averiguar cómo es la soledad…


1983

Alejandro Carrión, c. 1982


Entrevista por Diego Oquendo Silva, Quito, 31 de enero de 1983.

(Respuestas por escrito a un cuestionario enviado previamente).

Revista Diners, Quito, 1983.

En Diego Oquendo S., Voces en el papel. Quito: Paradiso Editores, 2006.


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Diego Oquendo (D. O.). ¿Cómo ocurrió el milagro? Porque es un milagro que un incendiario –periodísticamente hablando– se convierta en bombero...


Alejandro Carrión (A. C.). Esto de incendiario convertido en bombero fue una boutade” con la que me recibió Pancho Borja, entonces entrevistador del Canal 8, a mi llegada de Washington para mi nueva etapa ecuatoriana. Me dicen que usted se fue de incendiario y ha regresado de bombero”, me dijo, mirándome con esa cara suya, redonda y sonrosada –todavía no se dejaba la barba– y sus ojos bribones. ¿Hasta dónde es verdad lo que Borja me dijo? Posiblemente sí: ahora no deseo provocar ningún incendio, y es indudable que iré muy voluntario si me convocan a apagar alguno. Pero... ¿qué periodista puede saber si un día no se sigue de su palabra un fuego? No olvide, Diego, que nosotros operamos con material inflamable.


D. O. ¿Cuántos incendios ha provocado, cuántos fuegos ha apagado, periodísticamente hablando?


A. C. Durante la etapa de mi vida profesional que está amparada bajo el símbolo de Juan sin Cielo, sin duda se provocaron, por mi parte, algunos grandes incendios... Yo preferiría llamarlos batallas, que es lo que realmente fueron. Una batalla campal contra los estancos, durante la cual se atentó contra mi vida y de la que se siguió la extinción de esos focos de corrupción... Una batalla a muerte contra el vicioso dominio Municipal de Guayaquil por parte de CFP, que me ganó Carlos Guevara Moreno, pero yo duré más que él en el escenario ecuatoriano... Mi guerra contra los peculados cometidos en la Caja de Pensiones cuando la compra del Guasmo, tan similar al actual escándalo de la compra de la isla Santay... Mi batalla contra los caciques, que la gané ampliamente... Mi batalla por evitar el sojuzgamiento de la Universidad por una secta política, que me la ganaron... Mi batalla contra el “voto ciego” de los campesinos, a los que se enseñaba a firmar, que me la ganaron, claro... Pero mi batalla principal, mi batalla contra el velasquismo, es decir contra la demagogia elevada a leit motiv de la vida nacional, me la ganó ampliamente su jefe, que era invencible. Me la ganó cinco veces, ¡Dios mío! Me queda el consuelo de que no me desanimé sino cuando me la ganó por quinta vez. No siempre David puede vencer a Goliath.


D. O. ¿La vocación periodística constituye, a final de cuentas, una llamarada interior inextinguible?


A. C. No sé si, propiamente, sea una llamarada. Eso suena muy romántico. La vocación periodística lleva a una vida atractivamente activa y peligrosa, y cuando el ánimo con el que se nace precisa de una vida así, vocación y vida se funden y son una sola acción. El periodismo nos mantiene económicamente siempre pobres, pero al llegar a viejos nos encontramos, gracias a él, ricos en recuerdos y en amistades (y desde luego, en enemistades, pero las enemistades muy viejas se convierten, insensiblemente, en amistades). El periodista escucha, buen médico que nada cura, cómo late el corazón de su país. Y de haberlo escuchado le viene una gran riqueza espiritual.


D. O. ...Así es que “Juan sin Cielo” se quedó, definitivamente, sin el Paraíso...


A. C. El seudónimo de Juan sin Cielo no era un acto de impiedad, sino de humildad. Nadie sabe si al final de su vida va a ganar el cielo: ello depende de cómo vivió. Por lo mismo, todos somos Juan sin Cielo hasta que se juzgue nuestra vida. De ahí que ese seudónimo no comporta una renuncia al paraíso, al contrario, significa que quién lo escogió para enseña de su batalla, mejor dicho, de su vida, estaba resuelto a no perder el paraíso.


D. O. Alguna vez, desde las columnas de La Razón de Guayaquil, usted se despidió para siempre de los lectores. Entonces confesó, con acento desencantado, que había fracasado. Reconoció que hacer periodismo equivale a arar en el mar. Ninguno de sus ideales se concretó en la realidad. Ninguna de sus recomendaciones fue escuchada. Decidió marcharse. Ahora ha regresado. ¿Ud. es un masoquista o cree, a pesar de todo, que todavía se puede cambiar el mundo?


A. C. Sí, yo creí que nunca volvería al periodismo. Es más: creí que no volvería al Ecuador. En Washington compré una casa y para cuando me separase del arca de Noé, perdón, de la OEA, tenía ya un contacto firme con el Diario de las Américas, de Miami, a fin de quedarme definitivamente en los Estados Unidos. Mas cuando llegó el día de cortar las amarras, no tuve fuerzas para hacerlo: no quería ser extranjero en mis años mayores. Quito me llamaba muy poderosamente: en esta ciudad el espectro de mi juventud me solicitaba. Mi madre aún vivía. Además, no quería forzar a mis hijos a ser extranjeros. Y por ello, ya me ve, estoy de nuevo aquí. Ahora bien: lo único que sé hacer es periodismo y siendo necesario comer todos los días, he vuelto a escribir todos los días. Me recibieron muy bien, fui invitado a escribir en El Comercio y en Expreso, el joven diario de Guayaquil. La invitación del gran diario quiteño se me hizo primero: allí me tiene usted. No soy un masoquista. Tampoco estoy tan loco como para creer que se puede cambiar el mundo. Pero he pensado que, ciudadano de segunda, fuera de toda bandería, es posible ser útil.


D. O. ¿Cuál es el mundo en el que usted cree, por el que lucha diariamente, por el que se desvela, en fin, por el que se mortifica y mortifica a no pocas gentes?


A. C. Yo creo que es posible un mundo en el que, respirando las libertades que hemos logrado conquistar, se pueda actuar por el bienestar colectivo antes que por el bienestar individual. Este es el mundo que yo busco, el que quiero ayudar a hacer realidad. Me considero, por lo tanto, un socialista, más precisamente un socialdemócrata, pero no me es posible ir a enrolarme en un partido porque me crié como un maverick” –usted sabe, un chúcaro– y aun no ha nacido quién pueda amansarme. No podría sujetarme a la disciplina que un partido exige. Por un mundo así es que me mortifico y que mortifico a alguna gente, no tanta como usted cree.


D. O. ¿Los versos que usted más ama?


A. C. “El canto a la tierra lojana”, que escribí hace ya muchos años… una canción nupcial que está en el último de los libros que forman mi colección de poesías publicada por la Casa de la Cultura... y la Elegía” que escribí llorando la muerte de mi madre, hace un par de años. ¡Ah! y un poema titulado “Suave sol de mi sangre”, creado para mi hermana Adriana, quien, con mi hermano Carlos Enrique son los mejores amigos que he tenido en mi vida.


D. O. Entiendo que a estas alturas de su vida ya puede usted definir lo que es el amor. ¿Qué es el amor?


A. C. El amor, usted lo sabe, es el único antídoto conocido para el peor de los venenos, que es la soledad.


D. O. ¿La muerte es el fin del amor?


A. C. No, no es la muerte el fin del amor. Tras ella, quedan aquí seres que nos aman. Mientras haya en la tierra quién nos ame, no habremos muerto del todo. En este sentido, es el amor el único seguro que existe contra la muerte, es decir, contra el olvido.


D. O. Cada escritor patenta su propia fórmula para escribir un cuento. ¿Ha patentado la suya?


A. C. Patentado, no. Tenerla, es claro. Me gusta contar cuentos. Una botella de buen coñac, un grupo de buenos amigos y se comienza a conversar. Entonces se cuenta un cuento, partiendo a veces de la realidad, otras simplemente inventando. Si nos lo oyen con placer, con activo interés, ese cuento es algo vivo, algo que merece escribirse. Y entonces, lo hago.


D. O. Así, mirados a la distancia, los cuentos de La manzana dañada se le antojan... ¿Qué sentimiento le inspiran esos relatos de sus primeros tiempos?

 

A. C. Acabo de corregir las pruebas de una nueva edición de La manzana dañada, que inicia mis obras completas, de las cuales saldrán este año cinco volúmenes. Me sorprendió hallar esos cuentos tan llenos de vida como si los hubiese escrito ayer. Pensaba, siguiendo el consejo de Juan Ramón, que me iba a ver obligado a cambiar algunas frases, corregir algunas situaciones, pues se supone que ahora sé escribir mejor, por mi experiencia de cincuenta años de escribir todos los días. Cuando escribí La manzana dañada estaba en el Mejía, tenía 18 años y nunca antes había escrito cuentos así, en serio, en plan de publicarlos en libro. Pero al revisarlos encontré que no cabía ningún cambio. Estaban completos, y era asombrosa la vida que tenían. Y lo bien escritos que estaban. Me he enamorado de ellos, lo confieso. Están estrictamente acordados, por su lenguaje y su estructura, a su argumento. La clase de sentimiento que me inspiran es la de una sincera admiración por ese muchacho valiente que, sin miedo, había inventado una vez más el milenario arte de contar cuentos, sin que nadie se lo haya enseñado.


D. O. Los sentimientos del novelista... ¿La soledad de La espina es su propia soledad? Recuerde que todos los hombres estamos, en última instancia, irremediablemente solos.


A. C. No. La soledad que es el aire, la materia, el argumento, la amarga vida de mi novela La espina, no es mi soledad. Yo no he conquistado la soledad, ni me la han dado, ni la he buscado. He buscado, sí, evadirla y creo que lo he logrado en gran medida. Pero yo quería averiguar cómo es la soledad, quería sorprender el secreto de la mayor enemiga del hombre y para eso escribí La espina, con el ánimo de desmontar, “ruedecilla por ruedecilla” [como lo dice en el prólogo a la novela], su silenciosa e infernal maquinaria. No sé si lo he conseguido. Es una tarea enorme, que precisaba de una gran osadía y mucho conocimiento de los seres humanos. Todo lo que hay en La espina es inventado a base de la realidad, de innúmeros fragmentos de realidad por mí conocidos. No es seguro que los hombres estemos, en última instancia, definitivamente solos. La soledad es un enemigo muy falaz, y a veces se presenta seductora, como un gran bien: yo, equivocado a mi vez, la había llamado, iluso, ciego, en algunos poemas, muy pocos por ventura. Luego supe que era, en realidad, el enemigo definitivo y que había que luchar contra ella. En toda mi poesía se puede palpar el miedo que le tengo. Pero sí, desde luego, me han dicho que en el momento de morir, no importa cuántos y quiénes rodeen nuestro lecho último, estamos solos. Los que así lo dicen, ¡qué saben!... Eso solamente saben los que han muerto, y ninguno ha retornado para darnos su testimonio. Otros, más consoladores, me han dicho que en el momento de morir estamos ausentes... Y es probable que sea así, y entonces ya no hay porqué tenerle miedo a la muerte.


D. O. ¿Es preferible estar solo a mal acompañado?


A. C. Yo nunca estoy mal acompañado.


D. O. ¿Su mejor compañía?


A. C. Mi mujer. Me acompaña desde el 26 de abril de 1946, cuando nos casamos. Desde entonces hemos cultivado, mutuamente, el arte de acompañarnos. Creo que hemos conseguido dominarlo.


D. O. El creador cualquiera que sea el ámbito de su creaciónprefiere estar solo. Debe estar solo, ¿es posible buscar la Verdad, la Belleza, en medio de la algarabía, frente a testigos no siempre idóneos?


A. C. La soledad de lo que usted tan románticamente llama “el creador”, o sea la de un escritor trabajando, no es la soledad de su vida ni la de su espíritu. Es, simplemente, la tranquilidad del ambiente, que es provechosa para lograr la concentración que el trabajo demanda para dar buenos resultados. No hay que confundirla con la soledad metafísica o la soledad real de que hablábamos antes –la enemiga del alma–. Solamente es una condición para trabajar mejor. Por lo demás, si usted tiene una gran capacidad de concentración, puede perfectamente trabajar en medio de la algarabía, de la multitud.


D. O. ¿Cuál es el sentido histórico de la multitud?


A. C. La multitud es el pueblo desorganizado, “suelto de la mano de Dios”, sobre el que se ceban los demagogos, que viven de explotar sus ingenuas ilusiones y sus ardientes emociones.


D. O. Acá, entre nosotros, la multitud ha servido... ¿Para qué sirve la multitud entre nosotros, Don Alejandro?


A. C. Ha servido para hacer imposible la democracia. Ha servido para que nuestra democracia haya sido y sea una comedia.


D. O. ¿Cuándo se acabará la demagogia entre nosotros, don Alejandro?


A. C. Nunca. Como no se ha acabado ni aun en los países que se precian de ser los más cultos. Fue la demagogia la que llevó al poder tanto a Mussolini como a Hitler. No hay país más culto que Suecia, pero el señor Palme ha sido elegido nuevamente. Mientras haya ilusiones, siempre irracionales, que se confían a hombres elocuentes que se comprometen a realizarlas desde el poder, en forma milagrosa, habrá demagogia, donde nosotros y donde los otros. Es una enfermedad que sufre la estirpe humana tan antigua como ella misma, y es seguro que la acompañará hasta su día final.


D. O. Entre la demagogia de ayer y la de hoy, ¿cuántas mentiras nos han obligado a creer?


A. C. Un par muy grande: la de que exista aquí, o pueda existir, como van las cosas, la democracia... y la de que en estas mismas condiciones sea posible conquistar la justicia social.


D. O. ¿Alguna vez creyó en “la fuerza del cambio”?


A. C. No. Cuando esos señores lanzaron su “slogan”, yo me hallaba en el extranjero. Eran para mí unos desconocidos, como lo eran para todo el pueblo ecuatoriano que, seducido por su labia, los eligió. Y como el principal de ellos venía desde CFP, yo sabía desde el primer momento que “la fuerza del cambio" era un “slogan” vacío de todo contenido.


D. O. ¿Por quién va a votar en el 84?


A. C. Hombre, Diego, eso es prematuro decirlo... ¿Cómo saber si, ya desarrolladas todas las campañas, todos los candidatos, cada cual a su nodo, nos hayan convencido de que votemos en blanco?


D. O. ¿Le “botarán” al que sabemos?


A. C. Está muy cerca el cambio constitucional, por medio de las elecciones. No le botarán, pues. Además, es muy probable –Bolivia nos da la razón– de que este tiempo no es favorable para que surja una nueva dictadura, así nuestro primer gobierno democrático haya resultado un perfecto fracaso. Y, por otra parte, como no brotó petróleo en el Golfo...


D. O. ¿Existe algún remedio eficaz para las dictaduras?


A. C. Sí, una sucesión de buenos gobiernos democráticos. Es, como lo puede usted ver, un remedio difícil de conseguir aquí.


D. O. ¿Ha conocido algún dictador respetable?


A. C. Sí, cómo no. El general Alberto Enriquez... el general Marcos Gándara... Merecían haber sido mandatarios constitucionales.

 

D. O. No me diga que algún rato no soñó con ser Presidente del Ecuador…


A. C. “Si yo fuera rey”... “si yo fuera millonario”... A veces la imaginación juega con ello. Yo sigo soñando en que sería estupendo que me hagan dictador para cerrar las casas de cambio y prohibir las motocicletas.


D. O. ¿Quién le gobierna, don Alejandro?


A. C. No, no me gobierna mi mujer. No sea usted mal pensado, Diego. Intento gobernarme yo mismo. Desde luego, en muchas circunstancias, son las circunstancias las que me gobiernan.


D. O. ¿Cuándo se desgobierna, don Alejandro?


A. C. Cuando me olvido de que ya no soy joven.


¿Cuántos incendios ha provocado, cuántos fuegos ha apagado…?

“ ”

© Familia Carrión Eguiguren, 2015


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