LO
QUE ES para el poeta el soneto: escuela de sobriedad, suprema disciplina de medidas,
síntesis de arquitectura y resonancias: eso debería ser la novela policíaca para el
novelista. En ella no cabe nada que sea superfluo, añadido, improvisado o gratuito. Nada
en ella deja de ser causa de efectos de antemano planeados: nada en ella es impune. Está
toda hecha a imagen y semejanza del oscuro y misterioso acontecimiento en cuyo torno gira:
debe realizársela sobre seguro, con premeditación y alevosía. No debe salir sobrando
ninguno de sus personajes: en sus capítulos no caben desocupados. Como en Alemania en la
segunda post-guerra, en la novela policíaca existe también la ocupación plena. Sus
descripciones se producen, no por el nefando placer de describir, sino porque el
planteamiento del terrible problema y su feliz solución lo exigen. Sus diálogos no se
traban por llenar espacio, ni para hacer gala de sutileza o habilidad, sino para inducir
al lector a hipótesis que miran al mantenimiento del suspenso o para insinuar, con
prudencia infinita, la pequeña grieta que conducirá a la salida del laberinto. Aún las
palabras al parecer más inofensivas o casuales, aún las más nimias alusiones tienen
trascendental consecuencia ulterior. Su arquitectura es precisa y exacta, con la
exactísima precisión de la arquitectura de una sala de conciertos, cuya bóveda no puede
permitirse adorno alguno, pues se dañaría la acústica, que es lo único que ella se
propone. La novela policíaca no persigue sino su misterio: plantearlo con precisión y
demolerlo con igual precisión. Por ello no soporta añadidura alguna, digresión alguna:
su símil perfecto es esa estricta y precisa arquitectura que exige una sala de
conciertos. Todas sus partes deben unirse en armonioso ensamblaje, formando un conjunto
extraño, encantador y obsesionante, isócrono como la marcha de un reloj y honesto como
el funcionamiento de una brújula.
La acción de la novela policíaca transcurre siempre en los linderos de la más
pura acción poética. Gira en torno de un misterio inicial-mente impenetrable; de un
hecho terrible, en el que una aguda y poderosa inteligencia se pone al servicio de la
oscura bestia que habita en el fondo del hombre más civilizado. Todo su ambiente está
transido de misterio: se palpa el misterio en el aire: es tan denso que se lo podría
cortar en pedazos, con un fino cuchillo. La acción, que parte de la muerte y a ella se
dirige, está siempre en su ámbito y transcurre escrupulosamente cronometrada, precisa,
inexorable y sobrecogedora, como todo lo sujeto irremediablemente a la marcha del reloj.
Los personajes se mueven en un ambiente de terror fluido, en el cual se presiente al
asecho una inteligencia penetrante y poderosa, entregada al apasionado servicio de la
muerte malvada, o sea del crimen, actuando desde la sombra, moviendo con manos implacables
y sabias los hilos de la trama. entre los que se debaten los habitantes de la casa
trágica, los artistas del circo siniestro, los funcionarios de la banca enlutada. Todos,
al principio, son marionetas que penden de las manos del gran titiritero, del que ha
armado el funesto retablo, el genial asesino que asume así una condición de grandeza
tal, que lo equipara al destino. Destruir esta grandeza, devolver a las marionetas su
condición de hombres, romper el laberinto: tal es la tarea a la que, más actor que
espectador, está invitado quien lee una novela policíaca.
En la novela policíaca asistimos siempre al duelo a muerte entre dos
inteligencias poderosas: la del criminal, que prepara el escenario y comete el gran acto
nefando con las mismas precauciones, métodos y exquisitos cuidados que usa el artista
para crear su obra maestra; y la del detective, que planea la destrucción de la obra del
genio malvado, y a ella y se encamina, con pasos cautelosos, pugnando por mirar más allá
de las apariencias que le fueron dejadas para que se equivocara, luchando por obtener una
visión de conjunto, rebasando los pequeños detalles, por sobre los árboles que no dejan
que se vea el bosque, marchando entre las dos mil huellas torcidas y falsificadas, a
descubrir la punta no empatada de la trama de la muerte, que permita tirar del hilo suelto
y deshacerla para siempre. La novela policíaca, ámbito del misterio, terrorífica, de
respiración anhelante, que despierta la fiebre y la ansiedad, debe ser construida con
frialdad absoluta, destinada a despertar la más extremada emoción, debe crearse sin
emoción alguna: está situada en la frontera imprecisa que separa la creación
matemática de la creación poética.
Nació la novela policíaca del genio lívido y matemático de Edgar Poe, quien la
inventó para demostrar prácticamente su doctrina de la creación poética. El asesinato
de la Rue Morgue, El misterio de Marie Roget y La carta robada son las primeras
realizaciones de la novela policíaca y su protagonista, Auguste Dupin, es el primer
detective instalado inamoviblemente en la historia de la literatura universal. Al impulso
del genio de Poe, el nuevo género nace a la altura de las obras inmortales, difícilmente
perfectibles. Todos sus elementos característicos están ya en las tres obras citadas. Y
desde ellas hasta hoy, un siglo completo recorrido, grandes maestros han convertido un
hecho típicamente policiaco, una planta clásica de novela policíaca, en núcleo de
obras de supremo aliento dentro de la creación novelística. Así edificó Dostoyevski
dos de sus novelas máximas ,inolvidables y sobrecogedoras, Los hermanos Karamazov y
Crimen y castigo; y en dos más, Demonios y La Patrona (Katia en la mayor parte de las
traducciones corrientes) introdujo elementos de este género que actúan en forma decisiva
para el desarrollo y desenlace de la acción. Mijail Artzibaschev, uno de los más altos
continuadores de la tradición dostoyevskiana, hizo igual cosa en Los salvajes. Máximo
Gorki lo hizo, a su vez, en El crimen de los Artamonov, tan influenciada, por otra parte,
por Artzibaschev. En la novela rusa contemporánea, Lev Goomilevski, uno de sus buenos
realizadores, ha hecho de un caso policiaco, el asesinato de un estudiante, el centro de
su novela El amor en libertad. En Alemania, el grande y grave Jakob Wassermann erigió,
como quien erige una catedral, su formidable Caso Maurizius en torno a un argumento
típicamente policiaco, que no habrían desdeñado S. S. van Dine o Ellery Queen. André
Gide, en Las cuevas del Vaticano, para ilustrar su inmoral teoría del acto gratuito -a la
que se dedicaría posteriormente Blaise Cendrars- utilizó el caso policíaco con pericia
admirable: Lafcadio Wluki tiene derecho a un puesto en la galería de personajes de la
novela policíaca. Y Georges Bernanos, en un ambiente de misterio creciente y neblina
poética, hizo de su novela Las víctimas una de las más apasionantes novelas policíacas
contemporáneas. Y volviendo a la lengua de origen del género, a la inglesa, vemos a
Gilbert Keith Chesterton dedicar muchas de sus mejores horas a las andanzas encantadoras,
todas en el terreno policiaco, del sutil y suave Padre Brown, o a las apasionantes y
líricas de Gabriel Gale, o a la búsqueda cada vez más irreal del arehianarquisla,
realizada por el hombre que fue jueves, o a dotar al género de un novísimo aspecto, el
del crimen sin crimen ni criminal, en El club de los negocios raros. Y recordando,
retrospectivamente, a Robert Louis Stevenson, que en algunos cuentos de El club de los
suicidas casi se adelanta a Poe en la creación de la novela policíaca, recordaremos
también al excelente poeta Cccii Day Lewis, que a veces abandona su mundo lírico, para
dar vida a obras de álgido misterio y agonía prolongada, como La bestia debe morir,
punto de partida de su éxito como autor policiaco, firmando Nicholas Blake.
Regresemos al género en sí. Mucho ha caminado la novela policíaca desde los
tiempos de Sir Arthur Conan Doyle o su contrapartida francesa Maurice Leblane. Se han
hecho poderosos esfuerzos para restaurarla en la alta categoría en que la dio a luz el
genio de Poe. A pesar de que aún guardan su encanto el apasionante misterio de El mastín
de los Baskerville o la maravilla enrevesada y acrobática de La aguja hueca, es indudable
que las encontramos simples, esquemáticas, sin toda la trastienda que ahora exigimos:
pensamos que son aptas para mentes poco sutiles y dignas de las burlas de Mark Twain en
sus falsificaciones de las andanzas de Sherlock Holmes, llevándoselo al Far West y
haciéndolo hacer mil tonterías, o de la caricatura deliciosa que, de la novela
policíaca de ese tiempo, hizo Paul Feval en su Fábrica de Crímenes, dirigida
especialmente contra Maurice Boué, otro de los pioneros franceses del género. Ahora
pedimos más y se nos da mucho más. La riqueza del género es realmente asombrosa. Ha
recibido y asimilado prodigiosamente el aporte del psicoanálisis, del surrealismo, del
monólogo interior, y se ha henchido de la tremenda y febril vida del Siglo XX: espionaje,
guerra, contrabando, mercado negro, corrupción política, tráfico de estupefacientes,
chanchullos en deportes y sindicatos, trata de blancas, juego, fugas de los países
totalitarios... tahúres y criminales en los cuatro horizontes de la vida. Usando de todos
estos elementos, ha entrado en los más escabrosos, en los más arduos vericuetos del
vivir contemporáneo. Ya no sigue cronometradamente los pasos del detective que desenreda
la mortal madeja. Ya se introduce, audaz, dentro del alma del asesino antes y después del
crimen, siguiendo el procedimiento de Dostoyevski con Raskolnikov. Ya mira dentro de las
acciones desesperadas de los que, a tientas, buscan la salida del sutil y asfixiante
laberinto. Como ejemplos de tan audaces tentativas, citaremos El asesinato del Fuerte
Medbury, de George Limnelius; El doctor Kuperus, asesino y El pensionista, de Georges
Simenon; y La bestia debe morir, de Nicholas Blake. Los novelistas policíacos no han
vacilado en recurrir a las matemáticas, el ajedrez y el folklore (ejemplo conjunto del
uso de estos tres elementos, con sapiencia suma y arte indudable para producir una obra
maestra, es El extraño caso del alfil, de S. S. van Dine; ejemplo de sabia utilización
del folklore, es Los diez indiecitos, de Agatha Cristhie), la arqueología (El extraño
caso del escarabajo, del mismo Van Dine, y La venganza de Nofret, de Agatha Cristhie), la
guerra, la. tortuosa sicología del artista superdotado, fin de raza, que excede los
límites de la creación artística y entra en el reino pavoroso de la maldad pura y
primitiva. De todas partes ha tomado elementos para enriquecerse la moderna novela
policíaca.
Entre los maestros de la novela policial, que forman la cadena que va desde Poe,
lúgubre y milagroso, hast.a los días actuales, en la que forman los pioneros iniciales,
Maurice Boué, Conan Doyle, Wilkie Collins, Maurice Leblanc, Gastón Leroux, James
Fletcher, Edgar Wallace, etc., etc., y que pasa por esa cumbre clara que es Chcsterton, yo
señalo mis preferencias comenzando por 5. S. van Dine, por su magníficamente cerebrales
aventuras de Philo Vanee; por Georges Simenon, sin duda uno de los más grandes escritores
contemporáneos de lengua francesa, cuyas novelas, en especial El doctor Kuperus, asesino,
El perro amarillo, El ahorcado de la catedral, El pensionista y La nieve estaba sucia unen
la ingente y sobrecogedora presencia del misterio a una elevadísima calidad literaria;
por Elicry Queen, feliz caso de colaboración de dos fecundos y habilísimos escritores
americanos, que de manera fresca y ágil, claramente distinta, han dado vida una serie de
hazañas entre las que se destacan verdaderas obras maestras como El misterio de los
naipes rotos, donde brilla una imaginación tan poderosa como exacta; por George
Limnelius, cuya obra, magnífica desde el punto de vista literario, tiene realizaciones de
la calidad de El asesinato del Fuerte Medbury, donde la utilización del psicoanálisis y
de la descripción para los propósitos típicos de la novela policíaca alcanzan grado
emérito; por John Dickson Carr, quien en bellas novelas como Veneno en broma, añaden al
doble encanto de la buena calidad del relato y la fiera calidad del misterio, un salaz
sentido del humor; por William Irish, sin duda uno de los mejores cuentistas ingleses
contemporáneos (véase, si no,. sus libros No quisiera estar en sus zapatos y Alguien al
teléfono, en los que hace gala de una habilidad casi insuperable), cuya novela policíaca
La mujer fatal es una de las cumbres del género; por Dashieli Hammet, que en El halcón
maltés creo un nuevo tipo de detective, más humano y menos atrayente, que no trabaja por
ideal alguno sino por el lucro vulgar; por Agatha Cristhie, la gran dama del crimen, cuya
infinita capacidad es casi milagrosa; por Milward Kennedy, que en su novela Un muerto en
el umbral, usó del psicoanálisis, no como un deus ex machina, sino como un elemento que
debe manejarse con pericia y honradez; por Anthony Gilbert, quien, en Algo horrible en la
leñera, supo contar como propio, tal es su fuerza de originalidad, el horrible avatar del
señor Landrú; por Rex Stout, cuyo detective inmóvil, gourmet, cultivador de orquídeas
y avaro, Nero Wolf e, y su delicioso secretario Archie Goodwin llegan a hacerse, de
verdad, amigos reales del lector; por Corneli Wilde, el genial autor de La Ventana, gran
escritor. . . Miles de escritores hay en el género y posiblemente quedan aún cien dignos
de ser citados con honor, pero aquí estamos hablando de preferencias, no de méritos: a
todos ellos les debemos horas de gratísimo descanso, pues con su privilegiada
inteligencia y su poderoso espíritu creador supieron edificar casi perfectos mundos de
misterio y furia, y dieron a hombres agotados en la batalla cotidiana por el haber
mantenencia un mundo contiguo, donde una realidad absorbedora, extremadamente distinta de
la que es escenario de sus afanes y agonías, es providencial fuente de profundo reposo
reparador, que permite reponer energías y reafinar facultades que el uso constante estaba
embotando. Que ese es el principal y filantrópico efecto que hace al hombre moderno la
modernísima novela policíaca, fruto maduro del siglo XX. El genio hispánico no resultó
propenso a la creación de novelas policíacas. Los esfuerzos realizados en España
(recuerdo La torre de Los siete jorobados, del poeta Emilio Carrera, y La sirena rubia, de
Francisco Camba) no cuajaron y tampoco cuajaron los que en la Argentina realizó John
Moreira. El género tiene miles de devotos en todo el mundo hispánico, que consumen
material importado. Escritores de la calidad de Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges y
Silvina Ocampo han explorado el género, sin cultivarlo, y han traducido y editado obras
maestras extranjeras en la colección El séptimo círculo. La novela de Bioy Casares
titulada La invención de More l no es policíaca: desciende, no de Poe, sino de El
extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, novela de alquimia del genial y perverso
Robert Louis Stevenson.
Ha desacreditado a la novela policíaca, alta y sutil criatura de la inteligencia,
solamente comparable al juego del ajedrez por su carácter de gimnasia del talento, de
ejercicio elastizador y rejuvenecedor del espíritu; y al soneto, por su calidad de
escuela de precisión y disciplina de medidas, la inicua fronda de detective stories que
los sindicatos periodísticos de los Estados Unidos lanzan en las páginas viles de los
magazines sensacionalistas, fabricados en serie para ser leídos en las barbarias y en los
subways. En sí misma, en su propio predio, la novela policíaca es, como el ajedrez y el
soneto, una sutil creación del refinado espíritu del hombre moderno, que vino a
reemplazar, en esta edad del mundo, a la maravilla de la novela de caballerías, consuelo
dci hombre del medioevo, de la cual desciende directamente, como la novela realista
contemporánea desciende de la novela picaresca, que alcanzó su cumbre en la España de
los Felipes, con el humanismo y noble don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas.
ALEJANDRO CARRIÓN. Escritor ecuatoriano,
nacido en 1915. Ejerció la docencia universitaria y es actualmente redactor del diario El
Universo, de Guayaquil. En 1960 obtuvo el premio María Moors Cabot por su labor
periodística. Publicó numerosos libros de poemas, ensayo y novelas, entre los cuales
figuran: Poesía de la soledad y el deseo, Agonía del arbol y la sangre, La manzana
dañada, y Los poetas quiteños del siglo XVIII. (Premio Tobar). |
ESTE FOLLETO
SE TERMINO DE
REALIZAR
EN LA IMPRENTA DE LA UNIVERSIDAD
NACIONAL DEL LITORAL, CANDIDO PUJATO
Y 9 DE JULIO, SANTA FE,
ARGENTINA,
EL DIA 5 DE OCTUBRE DE 1965.
ES SEPARATA DE
LA REVISTA UNIVERSIDAD,
N0. 63, DE ENERO - MARZO, 1965. |