Alejandro Carrión

 

 

Elogio de la Novela Policíaca

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SANTA FE

REPUBLICA ARGENTINA

1965

 

LO QUE ES para el poeta el soneto: escuela de sobriedad, suprema disciplina de medidas, síntesis de arquitectura y resonancias: eso debería ser la novela policíaca para el novelista. En ella no cabe nada que sea superfluo, añadido, improvisado o gratuito. Nada en ella deja de ser causa de efectos de antemano planeados: nada en ella es impune. Está toda hecha a imagen y semejanza del oscuro y misterioso acontecimiento en cuyo torno gira: debe realizársela sobre seguro, con premeditación y alevosía. No debe salir sobrando ninguno de sus personajes: en sus capítulos no caben desocupados. Como en Alemania en la segunda post-guerra, en la novela policíaca existe también la ocupación plena. Sus descripciones se producen, no por el nefando placer de describir, sino porque el planteamiento del terrible problema y su feliz solución lo exigen. Sus diálogos no se traban por llenar espacio, ni para hacer gala de sutileza o habilidad, sino para inducir al lector a hipótesis que miran al mantenimiento del suspenso o para insinuar, con prudencia infinita, la pequeña grieta que conducirá a la salida del laberinto. Aún las palabras al parecer más inofensivas o casuales, aún las más nimias alusiones tienen trascendental consecuencia ulterior. Su arquitectura es precisa y exacta, con la exactísima precisión de la arquitectura de una sala de conciertos, cuya bóveda no puede permitirse adorno alguno, pues se dañaría la acústica, que es lo único que ella se propone. La novela policíaca no persigue sino su misterio: plantearlo con precisión y demolerlo con igual precisión. Por ello no soporta añadidura alguna, digresión alguna: su símil perfecto es esa estricta y precisa arquitectura que exige una sala de conciertos. Todas sus partes deben unirse en armonioso ensamblaje, formando un conjunto extraño, encantador y obsesionante, isócrono como la marcha de un reloj y honesto como el funcionamiento de una brújula.

La acción de la novela policíaca transcurre siempre en los linderos de la más pura acción poética. Gira en torno de un misterio inicial-mente impenetrable; de un hecho terrible, en el que una aguda y poderosa inteligencia se pone al servicio de la oscura bestia que habita en el fondo del hombre más civilizado. Todo su ambiente está transido de misterio: se palpa el misterio en el aire: es tan denso que se lo podría cortar en pedazos, con un fino cuchillo. La acción, que parte de la muerte y a ella se dirige, está siempre en su ámbito y transcurre escrupulosamente cronometrada, precisa, inexorable y sobrecogedora, como todo lo sujeto irremediablemente a la marcha del reloj. Los personajes se mueven en un ambiente de terror fluido, en el cual se presiente al asecho una inteligencia penetrante y poderosa, entregada al apasionado servicio de la muerte malvada, o sea del crimen, actuando desde la sombra, moviendo con manos implacables y sabias los hilos de la trama. entre los que se debaten los habitantes de la casa trágica, los artistas del circo siniestro, los funcionarios de la banca enlutada. Todos, al principio, son marionetas que penden de las manos del gran titiritero, del que ha armado el funesto retablo, el genial asesino que asume así una condición de grandeza tal, que lo equipara al destino. Destruir esta grandeza, devolver a las marionetas su condición de hombres, romper el laberinto: tal es la tarea a la que, más actor que espectador, está invitado quien lee una novela policíaca.

En la novela policíaca asistimos siempre al duelo a muerte entre dos inteligencias poderosas: la del criminal, que prepara el escenario y comete el gran acto nefando con las mismas precauciones, métodos y exquisitos cuidados que usa el artista para crear su obra maestra; y la del detective, que planea la destrucción de la obra del genio malvado, y a ella y se encamina, con pasos cautelosos, pugnando por mirar más allá de las apariencias que le fueron dejadas para que se equivocara, luchando por obtener una visión de conjunto, rebasando los pequeños detalles, por sobre los árboles que no dejan que se vea el bosque, marchando entre las dos mil huellas torcidas y falsificadas, a descubrir la punta no empatada de la trama de la muerte, que permita tirar del hilo suelto y deshacerla para siempre. La novela policíaca, ámbito del misterio, terrorífica, de respiración anhelante, que despierta la fiebre y la ansiedad, debe ser construida con frialdad absoluta, destinada a despertar la más extremada emoción, debe crearse sin emoción alguna: está situada en la frontera imprecisa que separa la creación matemática de la creación poética.

Nació la novela policíaca del genio lívido y matemático de Edgar Poe, quien la inventó para demostrar prácticamente su doctrina de la creación poética. El asesinato de la Rue Morgue, El misterio de Marie Roget y La carta robada son las primeras realizaciones de la novela policíaca y su protagonista, Auguste Dupin, es el primer detective instalado inamoviblemente en la historia de la literatura universal. Al impulso del genio de Poe, el nuevo género nace a la altura de las obras inmortales, difícilmente perfectibles. Todos sus elementos característicos están ya en las tres obras citadas. Y desde ellas hasta hoy, un siglo completo recorrido, grandes maestros han convertido un hecho típicamente policiaco, una planta clásica de novela policíaca, en núcleo de obras de supremo aliento dentro de la creación novelística. Así edificó Dostoyevski dos de sus novelas máximas ,inolvidables y sobrecogedoras, Los hermanos Karamazov y Crimen y castigo; y en dos más, Demonios y La Patrona (Katia en la mayor parte de las traducciones corrientes) introdujo elementos de este género que actúan en forma decisiva para el desarrollo y desenlace de la acción. Mijail Artzibaschev, uno de los más altos continuadores de la tradición dostoyevskiana, hizo igual cosa en Los salvajes. Máximo Gorki lo hizo, a su vez, en El crimen de los Artamonov, tan influenciada, por otra parte, por Artzibaschev. En la novela rusa contemporánea, Lev Goomilevski, uno de sus buenos realizadores, ha hecho de un caso policiaco, el asesinato de un estudiante, el centro de su novela El amor en libertad. En Alemania, el grande y grave Jakob Wassermann erigió, como quien erige una catedral, su formidable Caso Maurizius en torno a un argumento típicamente policiaco, que no habrían desdeñado S. S. van Dine o Ellery Queen. André Gide, en Las cuevas del Vaticano, para ilustrar su inmoral teoría del acto gratuito -a la que se dedicaría posteriormente Blaise Cendrars- utilizó el caso policíaco con pericia admirable: Lafcadio Wluki tiene derecho a un puesto en la galería de personajes de la novela policíaca. Y Georges Bernanos, en un ambiente de misterio creciente y neblina poética, hizo de su novela Las víctimas una de las más apasionantes novelas policíacas contemporáneas. Y volviendo a la lengua de origen del género, a la inglesa, vemos a Gilbert Keith Chesterton dedicar muchas de sus mejores horas a las andanzas encantadoras, todas en el terreno policiaco, del sutil y suave Padre Brown, o a las apasionantes y líricas de Gabriel Gale, o a la búsqueda cada vez más irreal del arehianarquisla, realizada por el hombre que fue jueves, o a dotar al género de un novísimo aspecto, el del crimen sin crimen ni criminal, en El club de los negocios raros. Y recordando, retrospectivamente, a Robert Louis Stevenson, que en algunos cuentos de El club de los suicidas casi se adelanta a Poe en la creación de la novela policíaca, recordaremos también al excelente poeta Cccii Day Lewis, que a veces abandona su mundo lírico, para dar vida a obras de álgido misterio y agonía prolongada, como La bestia debe morir, punto de partida de su éxito como autor policiaco, firmando Nicholas Blake.

Regresemos al género en sí. Mucho ha caminado la novela policíaca desde los tiempos de Sir Arthur Conan Doyle o su contrapartida francesa Maurice Leblane. Se han hecho poderosos esfuerzos para restaurarla en la alta categoría en que la dio a luz el genio de Poe. A pesar de que aún guardan su encanto el apasionante misterio de El mastín de los Baskerville o la maravilla enrevesada y acrobática de La aguja hueca, es indudable que las encontramos simples, esquemáticas, sin toda la trastienda que ahora exigimos: pensamos que son aptas para mentes poco sutiles y dignas de las burlas de Mark Twain en sus falsificaciones de las andanzas de Sherlock Holmes, llevándoselo al Far West y haciéndolo hacer mil tonterías, o de la caricatura deliciosa que, de la novela policíaca de ese tiempo, hizo Paul Feval en su Fábrica de Crímenes, dirigida especialmente contra Maurice Boué, otro de los pioneros franceses del género. Ahora pedimos más y se nos da mucho más. La riqueza del género es realmente asombrosa. Ha recibido y asimilado prodigiosamente el aporte del psicoanálisis, del surrealismo, del monólogo interior, y se ha henchido de la tremenda y febril vida del Siglo XX: espionaje, guerra, contrabando, mercado negro, corrupción política, tráfico de estupefacientes, chanchullos en deportes y sindicatos, trata de blancas, juego, fugas de los países totalitarios... tahúres y criminales en los cuatro horizontes de la vida. Usando de todos estos elementos, ha entrado en los más escabrosos, en los más arduos vericuetos del vivir contemporáneo. Ya no sigue cronometradamente los pasos del detective que desenreda la mortal madeja. Ya se introduce, audaz, dentro del alma del asesino antes y después del crimen, siguiendo el procedimiento de Dostoyevski con Raskolnikov. Ya mira dentro de las acciones desesperadas de los que, a tientas, buscan la salida del sutil y asfixiante laberinto. Como ejemplos de tan audaces tentativas, citaremos El asesinato del Fuerte Medbury, de George Limnelius; El doctor Kuperus, asesino y El pensionista, de Georges Simenon; y La bestia debe morir, de Nicholas Blake. Los novelistas policíacos no han vacilado en recurrir a las matemáticas, el ajedrez y el folklore (ejemplo conjunto del uso de estos tres elementos, con sapiencia suma y arte indudable para producir una obra maestra, es El extraño caso del alfil, de S. S. van Dine; ejemplo de sabia utilización del folklore, es Los diez indiecitos, de Agatha Cristhie), la arqueología (El extraño caso del escarabajo, del mismo Van Dine, y La venganza de Nofret, de Agatha Cristhie), la guerra, la. tortuosa sicología del artista superdotado, fin de raza, que excede los límites de la creación artística y entra en el reino pavoroso de la maldad pura y primitiva. De todas partes ha tomado elementos para enriquecerse la moderna novela policíaca.

Entre los maestros de la novela policial, que forman la cadena que va desde Poe, lúgubre y milagroso, hast.a los días actuales, en la que forman los pioneros iniciales, Maurice Boué, Conan Doyle, Wilkie Collins, Maurice Leblanc, Gastón Leroux, James Fletcher, Edgar Wallace, etc., etc., y que pasa por esa cumbre clara que es Chcsterton, yo señalo mis preferencias comenzando por 5. S. van Dine, por su magníficamente cerebrales aventuras de Philo Vanee; por Georges Simenon, sin duda uno de los más grandes escritores contemporáneos de lengua francesa, cuyas novelas, en especial El doctor Kuperus, asesino, El perro amarillo, El ahorcado de la catedral, El pensionista y La nieve estaba sucia unen la ingente y sobrecogedora presencia del misterio a una elevadísima calidad literaria; por Elicry Queen, feliz caso de colaboración de dos fecundos y habilísimos escritores americanos, que de manera fresca y ágil, claramente distinta, han dado vida una serie de hazañas entre las que se destacan verdaderas obras maestras como El misterio de los naipes rotos, donde brilla una imaginación tan poderosa como exacta; por George Limnelius, cuya obra, magnífica desde el punto de vista literario, tiene realizaciones de la calidad de El asesinato del Fuerte Medbury, donde la utilización del psicoanálisis y de la descripción para los propósitos típicos de la novela policíaca alcanzan grado emérito; por John Dickson Carr, quien en bellas novelas como Veneno en broma, añaden al doble encanto de la buena calidad del relato y la fiera calidad del misterio, un salaz sentido del humor; por William Irish, sin duda uno de los mejores cuentistas ingleses contemporáneos (véase, si no,. sus libros No quisiera estar en sus zapatos y Alguien al teléfono, en los que hace gala de una habilidad casi insuperable), cuya novela policíaca La mujer fatal es una de las cumbres del género; por Dashieli Hammet, que en El halcón maltés creo un nuevo tipo de detective, más humano y menos atrayente, que no trabaja por ideal alguno sino por el lucro vulgar; por Agatha Cristhie, la gran dama del crimen, cuya infinita capacidad es casi milagrosa; por Milward Kennedy, que en su novela Un muerto en el umbral, usó del psicoanálisis, no como un deus ex machina, sino como un elemento que debe manejarse con pericia y honradez; por Anthony Gilbert, quien, en Algo horrible en la leñera, supo contar como propio, tal es su fuerza de originalidad, el horrible avatar del señor Landrú; por Rex Stout, cuyo detective inmóvil, gourmet, cultivador de orquídeas y avaro, Nero Wolf e, y su delicioso secretario Archie Goodwin llegan a hacerse, de verdad, amigos reales del lector; por Corneli Wilde, el genial autor de La Ventana, gran escritor. . . Miles de escritores hay en el género y posiblemente quedan aún cien dignos de ser citados con honor, pero aquí estamos hablando de preferencias, no de méritos: a todos ellos les debemos horas de gratísimo descanso, pues con su privilegiada inteligencia y su poderoso espíritu creador supieron edificar casi perfectos mundos de misterio y furia, y dieron a hombres agotados en la batalla cotidiana por el haber mantenencia un mundo contiguo, donde una realidad absorbedora, extremadamente distinta de la que es escenario de sus afanes y agonías, es providencial fuente de profundo reposo reparador, que permite reponer energías y reafinar facultades que el uso constante estaba embotando. Que ese es el principal y filantrópico efecto que hace al hombre moderno la modernísima novela policíaca, fruto maduro del siglo XX. El genio hispánico no resultó propenso a la creación de novelas policíacas. Los esfuerzos realizados en España (recuerdo La torre de Los siete jorobados, del poeta Emilio Carrera, y La sirena rubia, de Francisco Camba) no cuajaron y tampoco cuajaron los que en la Argentina realizó John Moreira. El género tiene miles de devotos en todo el mundo hispánico, que consumen material importado. Escritores de la calidad de Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges y Silvina Ocampo han explorado el género, sin cultivarlo, y han traducido y editado obras maestras extranjeras en la colección El séptimo círculo. La novela de Bioy Casares titulada La invención de More l no es policíaca: desciende, no de Poe, sino de El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, novela de alquimia del genial y perverso Robert Louis Stevenson.

Ha desacreditado a la novela policíaca, alta y sutil criatura de la inteligencia, solamente comparable al juego del ajedrez por su carácter de gimnasia del talento, de ejercicio elastizador y rejuvenecedor del espíritu; y al soneto, por su calidad de escuela de precisión y disciplina de medidas, la inicua fronda de detective stories que los sindicatos periodísticos de los Estados Unidos lanzan en las páginas viles de los magazines sensacionalistas, fabricados en serie para ser leídos en las barbarias y en los subways. En sí misma, en su propio predio, la novela policíaca es, como el ajedrez y el soneto, una sutil creación del refinado espíritu del hombre moderno, que vino a reemplazar, en esta edad del mundo, a la maravilla de la novela de caballerías, consuelo dci hombre del medioevo, de la cual desciende directamente, como la novela realista contemporánea desciende de la novela picaresca, que alcanzó su cumbre en la España de los Felipes, con el humanismo y noble don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas.

 

ALEJANDRO CARRIÓN. Escritor ecuatoriano, nacido en 1915. Ejerció la docencia universitaria y es actualmente redactor del diario El Universo, de Guayaquil. En 1960 obtuvo el premio María Moors Cabot por su labor periodística. Publicó numerosos libros de poemas, ensayo y novelas, entre los cuales figuran: Poesía de la soledad y el deseo, Agonía del arbol y la sangre, La manzana dañada, y Los poetas quiteños del siglo XVIII. (Premio Tobar).

ESTE FOLLETO

SE TERMINO DE REALIZAR
EN LA IMPRENTA DE LA UNIVERSIDAD
NACIONAL DEL LITORAL, CANDIDO PUJATO
Y 9 DE JULIO, SANTA FE,
ARGENTINA,
EL DIA 5 DE OCTUBRE DE 1965.

ES SEPARATA DE
LA REVISTA UNIVERSIDAD,
N0. 63, DE ENERO - MARZO, 1965.