Señor Presidente Constitucional de la República,
Señor Ministro de Educación y Cultura,
Señoras, Señores:
Pido a vuestra generosidad permitirme volver la mirada hacia los años en que para mí comenzó la vida consciente. Allá, tras la dulce niebla que los envuelve, solo veo libros, libros, libros. Entre ellos se desenvuelve mi vida, son su clima y su ornamento. En buen día, me veo ya escribiendo…
¿Quién me enseñó? ¿Qué voz me llamó? Desde ese día entre los días casi no hay uno, en esta larga vida, en el que no haya escrito. Frente a mí está siempre el lector: lo percibo claramente: con él discuto, concuerdo, discrepo. A él lo quiero convencer, distraer, consolar. ¿Me lo pidió? ¿Me necesita? No lo sé. Comprendo que éste es mi destino, y lo cumplo. El lector es mi compañero constante, que no me deja solo: quiero que él piense como yo y quiero, a mi vez, pensar como él. Cuando intuyo que lo he interpretado, que expresé fielmente su sentir, exclamo jubiloso con Rimbaud: “¡Yo soy los demás!”.
La vida cambia sin cesar y, al mismo tiempo, permanece. Sigue cada mañana siendo la de ayer, pero en realidad es distinta. Tal es su condición esencial. Y el escritor es su creatura, hecha a su imagen y semejanza. Por ello, nunca permanece inmutable, nada ni nadie permanece inmutable, ni aun los muertos o las rocas. Cambiamos: somos el de ayer, pero ante todo somos el de hoy. Nuestro pensamiento actual viene del pasado, pero no es el mismo y el cambio se percibe. Y sin embargo, su esencia no se muda: permanece, y serle fiel es nuestro deber: solamente así lograremos no traicionarnos. La esencia profunda, es decir nuestra alma, mostrará su rostro en toda nuestra escritura, se la percibirá en la nuez de nuestra palabra. Si la traicionamos por una moda, por otros, por ir con la mayoría, entonces hemos negado nuestro ser, somos reos de infidelidad, y como hemos perdido el camino hacia nuestro yo profundo, merecemos el olvido. Debemos ser fieles a nuestra alma, ser como el agua del río: siempre distinta y siempre la misma. Si somos fieles, no mereceremos el olvido.
Por mi parte, como el viejo Longfellow, le daré gracias a la vida. Me ha dado el amor, me ha dado el trabajo, me ha dado la luz del entendimiento, he recibido de ella la fuerza necesaria para vencer la adversidad y por su virtud he podido escuchar la voz de mi patria y, como Ricardo Güiraldes, llevar a mi pueblo en mi pecho como la custodia lleva la hostia. Me ha sido concedido crear belleza con mi mente y vida con mi amor: mi compañera y mis hijos me miran en este instante solemne y sé que son mi vida, lo mismo que mis libros y el artículo con el que cada día dialogo con mis conciudadanos desde hace cincuenta años. Nunca he sido un extraño al vivir de mi pueblo, nunca estuve ausente de su afán, de su sed, de su esperanza.
Si torno la cabeza y contemplo el largo camino recorrido, comprendo que he puesto en mi obra –lo diré como John Steinbeck lo dijo un día– “casi todo lo que yo tenía, y aun no está llena: hay en ella dolor y excitación, sentimientos buenos y malos... el placer del constructor, algo de desesperación y el goce indescriptible de la creación”.
La vida, que todo esto me dio, bendita sea. Mi corazón la ama. Ya en mi edad mayor, lleno de días y de noches, repleto de recuerdos, he aquí que, con increíble bondad, he sido escogido entre mi generación para recibir el más alto homenaje que un escritor ecuatoriano pueda ambicionar. Yo no lo merezco, mi generación sí y es por ello que lo recibo con el corazón lleno de humilde alborozo, mientras un rocío ya olvidado viene a mis viejos ojos. Gracias por tanta generosidad. Gracias por tanto bien. Terminaré estas pobres palabras diciendo lo que Boris Pasternak en ocasión muy parecida: “Infinitement reconnaissant, touché, fier, etonné, confus”. “Infinitamente reconocido, conmovido, orgulloso, asombrado, confundido”.
Señores.
Yo no lo merezco, mi generación sí
El lector es mi compañero constante, que no me deja solo: quiero que él piense como yo y quiero, a mi vez, pensar como él. Cuando intuyo que lo he interpretado, que expresé fielmente su sentir, exclamo jubiloso con Rimbaud: “Yo soy los demás!”.
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