Alejandro Carrión

Canto

a la América Española

Casa de la Cultura Ecuatoriana
Núcleo del Azuay
1954

 

 

 

Canto
a la
América Española

Al Dr. José Miguel Carrión,
    mi padre,
    mi mejor amigo.

 

I

Nacida del ojo izquierdo de Dios,
extendida sobre la Eternidad como la palma de su mano,
a lo largo del Tiempo, mientras crecía la Historia,
estuviste esperando, transida de silencio y misterio,
invisible e inaudible como la semilla en el surco profundo,
pero nunca olvidada, sino en reserva,
única fortuna del mundo,
para ser revelada en la hora de la madurez de la tierra,
cuando el linaje humano ya desbordara los continentes de la Biblia

Estuviste esperando, y mientras sonaba tu hora,
sucedían las generaciones a las generaciones,
y a través de milenarias cadenas de nacimientos y de muertes,
de novias y de tumbas,
se acercaba Colón desde una raza por nadie conocida,
y se acercaban los carpinteros que construirían las carabelas
y se acercaban los armeros que forjarían las espadas,
y se acercaban los misioneros que darían la fuerza a las almas,
y la Reina, que ofrecería el cofre de las joyas,
y los frailes, que abrirían en alta noche las puertas del convento,
y Rodrigo, el marinero que vería por primera vez, y lanzaría el gran grito,
y tu luz maduraba para estar dorada y cálida en la mafiana del gran día,
y el mar se preparaba para soportar el peso de las naves,
y el Amazonas rugía con su voz que está hecha de la selva y los siglos,
presintiendo el rayo de fuego que brotaba del ojo terrible de Orellana,
y los cauchales sentían sobre sus troncos el frío de los cuchillos de los siringueros,
y el árbol de la quina extendía sus manos amargas para apagar la llama de la fiebre,
y la pampa se estremecía de ansia febril, clamando por el galope
                                                                        (de los caballos argentinos
y a Panamá se le adelgazaba por instantes la delgada cintura...

Y sobre tu rostro sagrado y puro, oh la Ignorada, la Misteriosa,
la Ardientemente Esperada, la Obscuramente Presentida,
la Atlántida Dorada de los sabios antiguos,
la Cipango feliz de canela y pimienta,
de oro y perlas, de especias y de vírgenes;
sobre tu tierra, donde manaba la Fuente de la Vida,
crecían otros hombres, desconocidos y milagrosos como los ángeles,
puros y justos, desnudos y resplandecientes,
y para ellos Dios amanecía y cruzaba el alto cielo,
y los vaciaba con sus rayos, y los doraba con Su fuego del mediodía,
y les mostraba el ancho campo fecundo
donde se hacía mazorca de dorado maíz para el sustento y para la alegría.
Cuando llegó la hora de que el mundo te vea y te reciba
y te estruje y desee y dispute y conquiste y posea,
las carabelas estuvieron listas sobre el Mar Conocido y Antiguo
y sobre el puente de la Nao Capitana estuvo de pie el Hombre de Dios,
el que nadie sabe donde nació,
el que nadie sabe de donde vino,
y de quién hasta ahora nadie conoce el verdadero nombre
que está oculto y misterioso como El de Aquel que lo enviaba,
y que desde el oscuro seno del Tiempo,
anunciado por un Cristo y por una Paloma,
avanzó hasta el Mar Mediterráneo, y subió a la Santa María,
y oró de rodillas,
y mandó levar anclas,
y ordenó la maniobra que hinchó las velas con el viento profundo del Destino,
y escuchando la palabra de Dios que atronaba el Océano,
siguiendo la ruta que Su dedo marcaba,
dominando las altas olas y fieras tempestades,
venciendo las asechanzas del abismo,
siempre hacia el Oeste, siempre hacia el Oeste,
por sobre mares que hasta entonces nadie había navegado,
primero entre las olas y el cielo,
imponiendo terror a los tritones, a las sierpes marinas,
hundiendo en el oscuro piélago la Piedra Imán maldita,
deponiendo a Neptuno de su líquido imperio,
llegó hasta tus playas límpidas y resplandecientes,
amadas por el sol, vestidas de la más suave brisa,
pobladas por hombres sencillos y serenos, de piel dorada y negra cabellera,
crecidos bajo la mirada del Dios de cada día,
que en ademán de humana bienvenida
le ofrecieron la fruta de la tierra,
el mango oloroso, el aguacate verde, el oscuro cacao,
la piña dulce y tierna que sobre la sed reina,
la dulce chirimoya en blanco tierno almíbar derretida,
y el tabaco, que es amigo de los sueños y enemigo de la soledad,
y las brillantes hojas de la quina, que vencen a la fiebre,
y la oscura sangre del caucho, madre de las velocidades,
y el marfil vegetal, que pende en racimos de una alta palmera,
y el palo de balsa, que flota sobre el agua y pesa lo que el aire,
y la tierra henchida de petróleo, de oro, de platino
y de esmeraldas lúcidas, misteriosas como ojos de mujeres o de sierpes;
y le hablaron de los grandes imperios del Sur y del Norte,
y de las tierras de Anáhuac
donde se alzaban las pirámides y se podía tocar el cielo con las manos,
y del Tahuantinsuyo
donde en sueños de nieve dormían las montañas más altas de la tierra,
del Otro Mar donde las olas eran mansas y azules,
del Gran Rió, Padre de las Aguas
y del Sol, que sobre ellos derramaba la Vida
Y entonces el, el Hombre de Dios, Domador del Océano,
bajo sobre la nueva tierra
y la tocó
y plantó la alta cruz
y mandó celebrar la primera misa
y en el momento de la transustanciación de las Especies
gritó que eras de España y de Cristo
para la Eternidad.

 

II

 

El Hombre de Dios,
el Hombre del Destino,
el Hombre de Ninguna Parte,
el Gran Nauta Desconocido,
que estaba sumido del sumo conocimiento de los vientos y el mar,
que miraba a través de la bruma,
que caminaba sobre la Historia,
que tenía en sus manos las llaves de la Eternidad,
que calmaba las tempestades con una oración ronca,
que dialogaba con las estrellas y el mar en las noches oscuras,
que sentía sed al soñar con el oro y con las almas,
te tomó para España, para la Hija Primogénita, para la Portadora de la Espada,
y te libró a la fiebre del oro y la cruz y la sangre
y padeciste enfermedad y supiste de la muerte violenta,
y tus altares de Tenochtitlán y Tiahuanaco,
de Sagsaguamán y de Ingapirca,
rodaron por los suelos, y fue roto por siempre
el cordón umbilical que desde ellos te unía al vientre de Dios.
Y al tiempo que morían Guautémoc y Atahualpa
y era quemado el Libro del Consejo,
“anocheció en la mitad del día”
y entre la honda tiniebla se inició tu paso, amargo y poderoso
por los caminos de la Historia,
América de España, de Dios, de la Esperanza y de la Humanidad.
Por la mano del Almirante, Dios te dio a España
y fue su voluntad que Ella te diese a la Humanidad toda.

España estaba encendida de fe y de codicia
y era bárbara y sabia y cruel y piadosa,
y miraba con los ojos de Felipe el Segundo,
y oraba con los labios de la Santa de Ávila
y reía con la apretada boca de Miguel de Cervantes,
y vestía jubón de paño de velludo,
y brillaba en su capa la Cruz de Calatrava,
y ceñía espada y tenía escudero y caballo y galgo corredor,
y no comía sino poco y mal,
y buscaba el yantar por los medios non sanctos del Lazarillo y de don Pablo de Segovia,
y salía en alta noche, apoyada en Fray Luís, a escuchar la música extremada,
y a entonar, con San Juan, el Cántico del Amado,
y se embriagaba con la palabra de las Soledades,
y burlaba doncellas con Don Juan el Tenorio,
y ponía en obra la justicia con los aldeanos de Fuenteovejuna,
y quemaba a los hombres libres en la hoguera del Padre Torquernad3
y afirmaba el derecho de los pueblos en la cátedra del fraile de Vitoria,
y así, toda entera, revuelta y ordenada,
casta y desenfrenada,
amarga y dulce,
hecha del cardo y lirio,
a través de las olas atlánticas,
por la ruta milagrosa del Almirante,
vino hacia ti, con la voz de Garcilaso cantando entre las velas,
y la cultura de Occidente en el mismo baúl en que venían la primera
bolsa de trigo, la soga de la horca y la Biblia.
Cuando la empresa fue organizada
y se escribieron las capitulaciones para que las aprobara la Reina,
se hicieron a la mar los galeones que traían a los frailes y a los soldados,
—afilada la Cruz y afilada la espada—
y desembarcó Fray Jodoco con un silabario y una gavilla cruzados sobre el pecho,
y Hernán Cortés con los ojos ardiendo en frías llamaradas de audacia,
y Hernando de Soto portando la nobleza y la sed insaciable de beber
en la Fuente de la Vida,
y Francisco Pizarro trayendo la codicia
y su hermano Gonzalo la alta rebeldía,
y Vicente Valverde la maldita llama del fanatismo,
y Fray Bartolomé las suaves manos que curan las heridas,
y perderías los ojos torcidos con que la traición mira,
y Vasco de Quiroga la férrea voluntad de trocar en verdad la justicia,
y todos juntos, ángeles y diablos, la fuerza que postra los imperios
y da nacimiento a la historia, y da sangre a los pueblos,
y con ella, trajeron la lengua más clara y varonil de la tierra,
la fe que jamás se desanima y acobarda,
y fueron tan humanos que parecían demonios
y tan poderosos y terribles que parecían ángeles armados de espadas
flamígeras.
Y encontraron sobre esta verde tierra
de altas montañas y de grandes ríos,
un hombre fino y sano,
de alma tersa,
limpio,
de suave índole,
que caminaba a pie,
que no conocía el caballo ni la rueda,
que trabajaba con sus manos la tierra,
que vivía en presencia de Dios,
que ignoraba el siniestro significado de las palabras "tuyo y mío",
y no estaba consumido por la sed de riquezas,
y amaba al Padre Sol y a la Madre Tierra,
y no tenía tratos con el mar,
y edificaba altos templos de piedra para adorar al Que Todo Lo Puede,
y respetaba la vida,
y obedecía a un Rey que era el Hermano y el Padre y el Sumo Sacerdote.

Y a este hombre libre y limpio y piadoso
y noble y justo,
lo redujeron a dura servidumbre implacable,
lo hicieron olvidar su excelso origen
y lo arrojaron de bruces sobre la dura tierra.
Y sobre él, sobre su herida cabeza pisoteada,
sobre su corazón
para siempre hundido en la desconfianza y en el miedo,
sobre sus ojos despojados de la clara luz,
sobre el esfuerzo sin esperanza de sus manos poderosas y ciegas,
edificaron la América Cristiana
y la dieron a la amarga vida de Occidente
y la hundieron en el mar de traición y de sangre
que es la Historia de Europa,
el continente cuyo corazón se inclina del lado de la muerte;
y la unieron al destino turbio y lento del hombre de Asia,
el continente cuyo corazón se inclina del lado del sueño;
y al destino del hombre de África, hijo de la noche y el diablo,
cuyos ojos se come aún la tiniebla de la servidumbre.
Ya nunca más, América de castellana, ibérica sangre,
serás la vieja América hija del Sol, amiga de la Tierra y de la Noche.
Ya desde la hora en que llegaron los hombres barbudos eres otra.
Eres la suma de todas las sangres, la gran olla donde se cuece el pan del futuro.
Sobre el porvenir de tus hijos pesan los ojos de todos los hombres y sobre tu sangre
la herencia de pecados y virtudes de todas las sangres.
Tu corazón se inclina del lado de la Libertad y de la Vida.

III

Cuando llegó la hora de la libertad,
habiendo aprendido a amarla en los terribles campos de batalla
bajo cielos lejanos,
junto al Águila Rusa sobre praderas de nieve manchadas de sangre
y en la Francia que ardía, ebria de juventud,
con la Marsellesa circulando en sus venas.
Vino hacia ti Francisco de Miranda, quién moriría por la libertad
en oscura mazmorra, con cadenas al tobillo y un miserable rayo
de luz horadando la piedra sin esperanza, por única fortuna.
Cuando llegó la hora de la libertad,
habiendo aprendido a amarla en los altares donde Cristo se
hace Pan y Vino
y donde se lee el Evangelio de Lucas, que es el del Amor,
y el de Juan, que es el del Porvenir Terrible,
y la Carta de Pablo, que es la Ley de la Vida Sombría,
vino hacia ti, con la Virgen de Guadalupe pintada en la bandera,
el Cura de Dolores y de dolores lleno la libertad lo vio morir un día.
Cuando llegó la hora de la libertad,
habiendo aprendido a amarla en los ojos miserables de los moribundos,
en los mugrientos lechos de los hospitales,
en la calle, donde casan los hombres fulminados por la peste,
en los libros, donde vive la letra que es la luz de las almas,
con su rostro de indio puro ardiendo en pura llama,
con el sol a medio camino de su frente de cobre,
vino hacia ti el indio Chúsig,
el Hijo de la Lechuza,
el Hijo del Sol enceguecido en busca de la luz del día,
mas él, el Hijo de la Lechuza, Espejo de los hombres y los días,
entró en la libertad cuando la oscura muerte le quebró las costillas.

Y en la hora precisa,
arrebatando de la vieja frente de España la corona de Carlos
de Occidente,
brillando como el rayo,
llenando el mundo con la luz de su acción y el fulgor de su
nombre,
apareció Bolívar, Nuestro Padre,

y todas las naciones,
lo miraron arder y triunfar y morir.

Estaba hecho del mismo barro que todos sus hermanos
y sin embargo era igual a los demonios y a los ángeles,
excedía en cien codos la humana estatura
y alcanzaba la de la Voz de Dios el Primer Día,
la del Ángel Rebelde cuando rodó la sombra en el abismo,
la del alud que entre la nieve rueda,
la del volcán que entre la muerte arde,
la del Océano, que es el vientre de Dios enardecido,
la de la Noche, que embebe el Universo y lo domina
y la del Día, que en luz entera envuelve el cuerpo de la Vida.

A su lado, grandes junto al Grande:
estaba San Martín, el hombre sereno como la Pampa.
y sabio y bondadoso como el gaucho, que es paisano de la tierra y el cielo;
y estaba Sucre, que era enérgico y piadoso,
y marchaba a la batalla con fríos ojos matemáticos,
y entendía la libertad como una ingeniería precisa,
y la justicia como una costumbre simple e invencible;
y estaba O’Higgins, llevando en la mano una estrella solitaria
y a través del amplio pecho una banda de picos y metales;
y estaba Páez, desnudo sobre un caballo salvaje,
vadeando ríos de sangre y torrentes de lodo,
con la lanza en la mano y el alarido en la boca
y el incendio en los ojos;
y estaba Morelos, con la cabeza vendada en el lino rojo de la libertad,
y una luz blanca de hostias irradiando a través de su pecho;
y estaba Córdova mirándose a sí mismo

en el espejo de la libertad, como una doncella que hace su tocado
y va a otorgar su mano a la muerte en una noche llena de alegría;
y estaba Santander, con una serena sonrisa, un laurel,
un libro de leyes estrictamente articulado
y un frío corazón con el que miraba extinguirse las llamas;
y estaba Morazán, con la imagen en sordo llanto viva
de cinco delgadas patrias cortadas de su Patria Grande
y el indio Santa Cruz, con su Gran Perú pesándole sobre el pecho;
y Artigas sobre un caballo cuyos cascos ardían;
y millares de hijos de españoles, cuyas almas ya no eran de España,
cuyas almas eran tan sólo ya alma de América;
y estaban los mestizos, que tenían dorada la piel, del color del maíz;
y estaban los indios, cuya alma ciega no sabía de lo que se trataba;
y estaban los negros, los que fueron cazados como fieras
y reducidos a la condición de la bestia,
que oscuramente presentían el término de la primera jornada
del calvario
y el advenimiento de la calidad humana.

Y con todo este ejército:
los hombres junto a las montañas y a los ríos,
los vientos y los rayos y la luz y el fuego y la esperanza,
sobre los altos Andes, donde brilla la nieve;
en los valles profundos, donde la fiebre arde;
vadeando ríos sobre potros apenas domados,
desde el filo del mar hasta el seno oscuro de la selva,
dió las batallas decisivas,

venció al León,
erigió la Patria,
dialogó con el Tiempo,
saboreó la amargura y la victoria con la delectación de un dios pagano,
se admiró de sí mismo,
aró en el mar,
lanzó semilla al viento,
dió su mano de igual a igual a Cristo y Don Quijote,
y murió de hermosa muerte abandonada,
aún en juventud,
escribiendo una carta de amor,
contemplando el crepúsculo
y sabiendo que por segunda vez, desde la muerte del Sol,
América se sentía huérfana y débil y enlutada.
Y su gloria,
irradiando no de un sepulcro sagrado y profundo,
sino de su corazón, que jamás se pone en el cielo de América,
sigue creciendo
“como las sombras crecen cuando la tarde cae”.

IV


¡América mía!
Te canto desde el cinturón de fuego que circuye la tierra.
El Sol del Ecuador quema mi rostro pálido,
me mira el Cotopaxi con su nieve inhumana
y el viento del Pichincha transita en mis pulmones.
Aquí, en tu Ecuador, que se afianza sobre tu ancha cintura
en tu alta ciudad de piedra y sueño,
Quito de eternidad, de amor y de silencio,
mi voz sale en tu busca, ardiendo en tu alta llama.

Y te encuentra, mi América, y te llama la Dulce,
la Suave y Presentida,
la Deseada y Augusta, la Humana, Limpia y Santa
Joven Patria del Hombre.
Y te digo: Eres tú la esperanza suprema.

Tu corazón, que ausculto, late como el de un hombre.
La Humanidad, herida, tiende hacia ti las manos.
No escuches voz alguna que a la Muerte te llame.
Se cumplirá en Ti, entera, la Voluntad de Dios.

Y tendrás siempre tus puertas abiertas
y todos en tu suelo tendrán pan y tendrán casa
y trabajo y descanso y amor y vestidura,
y nadie será más grande que su vecino,
y ninguno podrá ser escarnecido por el color de su piel
ni colgado por la esperanza de su alma.
Y en ti será posible vivir en paz y enamorarse y tener hijos
y construir para siempre
al pie de la blancura de la Mujer Dormida,
junto a la luz de nieve que el Aconcagua esparce,
cerca del Chimborazo, donde soñó Bolívar, Nuestro Padre,
y en la llanura donde el Sol y el Río hacen del suelo la cuna de la vida,
y en la costa suave y verde
donde la voz del Mar canta en las madrugadas.

Y saldrás a las márgenes del Mar Pacifico, de las aguas azules,
y a las del Mar Atlántico, de los altos oleajes,
y dirás al hombre pálido, enloquecido,
que viene a ti de los continentes de la muerte y el sueño:
—Bienvenido a la Tierra de la Vida.
Y será uno de los tuyos.
Y lo llevarás a vivir a la llanura del Padre Amazonas;
al planalto de Anáhuac, donde “es delgado el aire”;
a la tierra de la Pampa
donde el ojo se pierde en el limite del suelo y el cielo;
a la Puna, donde los vientos gimen;
a los alegres valles donde crece la caña que es madre de la miel y del ron;
y en ti varia y disímil y perfecta y grande y portentosa,
encontrará consuelo,
y dejará de ser una bestia perseguida por la muerte y el hambre,
y volverá a reconocer a Dios en el cielo estrellado
y a mirar la cara de la vida en la faz de sus hijos,
y será de nuevo un hombre
en ti, que eres el continente de la paz de los hombres.

Buscando con tus manos sabias y diligentes
en tu historia lejana,
recogerás la herencia de humana mansedumbre
que te dejaron los hombres Hijos del Sol,
y la mezclarás al orgullo y a la sed y a la lengua que de España vinieron,
y tomarás del aire la clara luz,
y del suelo la fuerza fecunda,
y de los nevados la altura,
y del trópico la sangre enardecida,
y del Padre Amazonas la serena fuerza indetenible,
y seguirás la voz del Gran Nauta Desconocido, que te dijo el Gran Día:
—Eres mía, mi América. Te he hallado en el Gran Mar,
en la mitad del Tiempo, y te he tomado para la Humanidad.
"Esta es la puerta de la Historia: Entra".
Y tú, segura de tu fuerza,
madura ya por la obra del tiempo y de la sangre
con tu voz, que nadie puede confundir o ignorar,
dirás:
-Héme aquí, ya madura.
Dejadme la parte de la Historia que corresponde a la Paz y a la Justicia.
Dejadme la parte de la Historia que corresponde realizar al Hombre.
Y desde entonces, junto al capitulo del lobo, que dura desde la primera pagina,
se leerá en el Libro el capítulo del Hombre.

 

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