En sus propias palabras… Vida

Diario íntimo (4)

Apago la luz y retorno al sueño entre sus brazos, para mí tan conocidos, que son una cálida costumbre que me impide alejarme de la vida y que cuando la magia de la noche, aliada de la soledad, quiere llevarme a su mundo helado y próvido en sorpresas, me ancla en la tierra que amo y en la trabajosa vida que, a pesar de todo, amo también.

A veces, en la alta noche, un destello de aguas profundísimas se adueña por un segundo de mí. Es en el hondo sueño. Algo como un puñal de aguda punta y bordes insidiosos lo sucede. Cuando comienza a penetrar en el alma asombrada, surge en todo mi ser una defensa ansiosa y me despierto. En forma brusca, como lo cubre a uno el agua de la ducha, con su ser deslizante y helado, me retoma la realidad. Veo a mi mujer a mi lado, profundamente dormida, presiento sus labios entreabiertos, sus ojos cerrados y llega a mí, único habitante sonoro del mundo, su respiración acompasada, increíble por lo tranquila. La habitación está oscura, pero la conozco toda: sé donde se halla el cuadro de la Inmaculada con su marco barroco llameante; donde está la reproducción de la Virgen de las Rosas, de Botticelli, que destila inocencia y bondad; sospecho con seguridad total donde se hallan la puerta del baño, la de salida, el closet con nuestras ropas y su gran espejo de luna. En la lejanía comienza un perro a llorar, sollozando bajito, y luego lanza hacia el cielo estrellado una lanza profunda: su aullido. Mi alma tiembla y luego se extiende, en la oscuridad, como cuando yo era joven mi cuerpo sobre el agua dormida de la tibia piscina de Alangasí. Suspiro, extiendo la mano, hago brotar sobre ese mundo de misterio la luz de la lámpara. La magia se esfuma. Mi mujer se despierta y me pregunta qué tengo, si algo me duele, por qué se me ha quitado el sueño. Yo le digo que estaba naufragando en la soledad. Ella ríe. “¡Qué tonto eres! ¿Cómo puedes sentirte solo si yo estoy aquí?” Y me abraza. La siento cálida, aún llena de vida, a pesar de sus cuarenta y tres años y más manos menos me informan que sigue siendo joven: su cuerpo cálido está infinitamente joven. Me admiro siempre de lo bien formada que es, tras haber tenido nueve hijos. Y reconozco que el tiempo solamente en su rostro pequeño, fino, ha dejado sus huellas. Apago la luz y retorno al sueño entre sus brazos, para mí tan conocidos, que son una cálida costumbre que me impide alejarme de la vida y que cuando la magia de la noche, aliada de la soledad, quiere llevarme a su mundo helado y próvido en sorpresas, me ancla en la tierra que amo y en la trabajosa vida que, a pesar de todo, amo también.



En realidad, mi vida profunda, la que navega entre ambas aguas, la de la vigilia y la de la inconsciencia más allá del sueño, la del olvido o la de los recuerdos hondísimos, en los que ha vivido mi ser con sus células, dejando lejos la inteligencia vigilante, de la que nace la memoria consciente –mi vida profunda lucha entre la soledad y la compañía— hay algo, como una mano que viene desde lo que no tiene confines, que se alarga y quiere adueñarse de mi alma, cuando aflojo los centinelas. No sé si será eso la locura, si será eso la neurosis, si será tal vez la invitación al más maravilloso y atroz de los viajes, si será la muerte o si será el olvido. Yo no lo sé. He tratado de expresarlo en esos poemas míos que llaman herméticos o que algunos, sinceramente, me dicen que no entienden. Matilde Elena López hizo el análisis de los que integran la colección La noche oscura, y sacó en limpio que lo que allá había era la muerte. Los análisis son buenos y a veces la pequeña crítica se sumerge en aguas hondas, todas ellas de mis noches o de mis instantes de elevación, de abstracción, de olvido de mí mismo, cuando me hundo en esas otras aguas, que son también mías. Pero no estoy seguro de que su reducción a un factor único, aún cuando sea último, traduzca exactamente ese acontecer íntimo. Lo que sí sé es que, cuando se evaporan la abstracción, la soledad o el sueño, ese mundo de sombra o de angustia desaparece del todo, sin dejarme huella, pero retorna invariablemente. No sé desde cuando comenzó, pero sin duda ya cuando era adolescente estaba en mí, y digo eso porque en el pequeño poemario que escribí a los diez y seis años, que estuvo perdido muchos años sin publicarse, que reapareció un día incluso, y que imprimí al principio del volumen total de mi poesía, aparecen ráfagas de ese aire oscuro que luego se extendió en grandes zonas de mi poesía, especialmente en La noche oscura y en Nunca ¡Nunca!. Probablemente es consustancial conmigo y mi alma es una experta nadadora, que vive buceando y batallando entre ambas aguas.



La poesía es la única zona de mi obra en la que he logrado penetrar ese aire sombrío. El resto, es claro. La novela “La espina”, no obedece absolutamente a esa magia de lo siniestro, de lo turbio y de lo triste. No. La espina es la reconstrucción de un alma posible, que no es la mía. Yo había teorizado mucho sobre la causa de la timidez y de la desdicha, sobre el mecanismo de esa clase especial de soledad que incomunica a un hombre con el mundo, que no es en manera alguna mi soledad, pues yo, tímido y solitario a mí vez, no he estado jamás incomunicado con el mundo, debido a que soy extravertido, y a que hay en mi ser una fuerza de alegría portentosa, heredada de mi madre, que no se rinde nunca, y que no se deja invadir totalmente por la sombra. La novela oscura que escribí, oscura pero no desordenada –el gran error de Enrique Anderson Imbert al juzgarla es el decir que está concebida “en el más negro y profundo desorden”, cuando es exactamente lo contrario: está concebida y realizada en el más negro y profundo orden— trata de establecer el mecanismo de otra clase de soledad, y de desnudar los motivos de otra clase de timidez, que no son la mía y que comprendo, sin embargo, perfectamente, por haber estado cerca de muchos desgraciados que las padecían. Los críticos con frecuencia no entienden bien los libros que leen, de tanto leer libros para entenderlos. Por ejemplo, Alfonso Rumazo González creyó que La espina era mi autobiografía y acuñó frases que este rato no recuerdo acerca de esa hazaña, de esa excursión por los albañales de la vida profunda de seres pequeños. No, no hay en ese libro una sola gota de autobiografía: sí hay grandes zonas de vidas que he conocido ampliamente y que he ido uniendo, como elementos de la vida que creo en esa obra, porque todas esas vidas que he conocido y puesto a contribución para crear la historia de los Saralear, son vidas de gentes aquejadas de esa especial y lamentable clase de soledad y de timidez (producto la segunda de la primera), que son muy comunes. José López Rueda es quien mejor entendió mi libro. El joven crítico español supo perfectamente de que se trataba y su estudio es, para mí, una de las más luminosas páginas críticas que yo recuerde.



En mi libro Galería de retratos hurgo algunas otras soledades, algunas otras zonas sombrías, pero no tienen nada que ver con la mía. Allí examino la de Arturo Borja, la de Medardo Ángel Silva, la de ese lamentable joven poeta homosexual que se ahorcó en Guayaquil y la de César Dávila Andrade: soledad que cada uno padeció a su modo, que son distintas entre sí, y que se han expresado en sus obras con mucha claridad. Mi exégesis se ha hecho sin dejar que mis experiencias, mis padeceres, mis soledades, mis timideces y mis angustias ejerzan influencia alguna, porque de otro modo caería en el gravísimo error de presentar como del poeta estudiado oscuridades que son mías. Y eso es no entender. Cuando lo quiero entender, aplico a esa tarea todas mis potencias y lo consigo. Una vez el joven poeta Rodrigo Villacís Molina, que no me quiere, desde luego, me decía que lo mejor de mi obra eran esos estudios. Yo no lo creo, pero sé que son una parte muy estimable de mi obra, por estar íntegramente consagrados, no a admirar, sino a entender. Y en este país no se ha tratado nunca de entender. Eso es lo que hace distinta esa obra mía de todas las demás dedicadas a exégesis literarias, y en especial de las de Benjamín, que están dedicadas a elogiar o a hundir a alguien.



27.XI.68

Inédito PDF [ABRIR] Alejandro Carrión (1965)

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